jueves, 28 de agosto de 2014

Los Meses del Fuego

Fueron días de regocijo, fueron de quemaduras. Por siempre me dije amar las bondades del agua (con suerte tomo jugo, bebida o alcoholes), y la delicada frescura de su doble hache y su solitaria o me parecían la perfección más dorada de la naturaleza. El viento frecuentemente acompañaba la imagen que formaban las gotas de lluvia en mi mente, y la dulzura elemental de nuestra tierra no podía faltar, claramente. Sólo el fuego era motivo de vergüenza para mí. ¿Cómo iba a saber que algún día me iba a enamorar de su brillantez? Esos fueron días de fiesta, fueron de llamas del infierno.
Los meses llegaron sin previo aviso, fue un golpe de humo que me dejó estupefacto en un principio, fueron cenizas, que yo creía apagadas, que prontamente prendieron y que desataron un incendio en el corazón mismo de Febrero. El mismo ardor que siempre rehuí y rechacé me abrazó, formó un capullo envolvente que galopaba por sobre mi piel, arrancándome las espinas y los cansancios. Ya no era flama de egoísmo, nunca lo había sido. No, descubrí en ese instante la chispa de la vida misma. Esos fueron los días del sentimiento, fueron del vapor.
Bailé en torno a la hoguera más grande de esta tierra: una mujer con llamas en lugar de ojos, con una lengua que chisporroteaba y que desprendía calor a cada paso que daba. Rendí mi cuerpo al calor, me desfiguré por completo entrando en el núcleo solar más intenso de su femineidad. Una vez adentro, vi que el fuego se había apagado, y comprendí que yo le había dado muerte. Fueron los días del silencio, fueron de sombras.Tan pronto como la luz se desprendió de sus dedos marfilados, tan pronto atravesó mi estómago con su vértigo volcánico, huyó a la no existencia, dejando al mundo en desequilibrio y a mí en desesperación. Fueron los meses de la soledad, fueron meses de soledad, sí.
Vagué por campos de hielo y bares de mala reputación, buscando en un principio su figura de candelabro victoriano, luego buscando sucedáneos baratos con piernas de alcohol. Mi mente comenzó a fumar opio, desvariaba y dormitaba por donde le daba la gana. A veces se estiraba hacia adentro, derrumbando débiles pensamientos. Besé mis rodillas, intenté besar a otra mujer y me salió el tiro por la culata. Besé botellas. Fueron días de nada. Esos días no existieron.
Lo creía todo vuelto ruinas, me sentía retrógrado y pretérito, pero pude distinguir una blancura sutil que me llamó desde cerca con la sinceridad de las velas de capilla. Era un fuego modesto, limpio, en nada similar a esa vorágine flameante que se perdió en las páginas de alguna novela gringa. Esta chiquilla me tendió la mano. Me asusté, pero su gentileza y sus leves movimientos me sacaron del pánico. Ella no fue una llama que me consumió. Me hizo valiente para buscar en mí mismo, enfrentar mis telarañas y dragones de obsidiana. Con su ayuda encontré un fuego propio, parecido a un atardecer ventoso en la costa, que desde entonces mantiene encendido mi amor y mis manos. Ese fue el fin de los meses de fuego, de los días del viaje largo.
Hoy por hoy, estamos en los meses de la alegría.


Autor: Felipe Guzmán Bejarano

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