lunes, 11 de junio de 2012

La Lágrima


Ya empezaba a atardecer, o como mi padre decía, a “ocasear”, el frío se colaba por la ventana y entre las hojas de los sauces se podía adivinar la luz que bañaba mi habitación, que estaba en el primer piso de la vieja casona amarilla que habíamos heredado de mi bisabuela hace décadas. Por esos días, estaba empezando a hacerse popular el apodo de “La Boscosa”, el cual nunca me hizo gracia.

Detestaba a los robles, cipreses y abedules que se esparcían tiránicamente por los jardines, pues pareciera como si quisiesen guardarse el cielo únicamente para ellos; el solo pensar en sus pieles agrietadas ya me daba mucha grima. Por nada en el mundo me hubiera gustado ser un árbol.


Escuché un suave vals, que emanaba de los pasos que mis padres daban en la sala principal. El enlosado ya se había acostumbrado a los esporádicos bailes de mis padres, el cual seguían al son de una música invisible. Me enfermaba verlos.

Cerré mi puerta, y me concentré en mantenerme firme y calmada. Todo iba a salir bien, Isabel no sabía nada.



Por mi ventana se asomaron Aleksandr y Natasha, los perros de la familia, unos Galgos Rusos que eran descendientes de quien fue el primer Galgo que tuvo mi Bisabuela. Sus tiernos ojos me observaban a través del cristal enriquecido por la luz del atardecer, como si supiesen lo que iba a hacer en unas horas más. A ellos los iba a extrañar mucho.


A mis espaldas, la danza de mis padres se detuvo, y pude escuchar una suave risita, característica de Isabel, acompañada por la cariñosa carcajada de mi Padre. En verdad me enfermaba escucharlos.

Pasos se aproximaron a mi habitación.

-¿Puedo entrar, hija?
-Claro que puedes, Isabel, este no es un claustro, ¿o sí? 

Me irritaba seriamente su actitud condescendiente conmigo, como si no supiera lo que yo pensaba de ella.

-No seas ladina conmigo, hija. ¿Tienes hambre?
-No – Respondí secamente.
-¿Necesitas algo, que te ayude con algo? Sabes que siempre puedes contar con tu madre.

Isabel se sentó al borde de mi cama, me ofreció una sonrisa y con la mano me invitó a sentarme. Me quedé de pie, reticente a dejarme doblegar ante ella.

-Vamos, hija, concédele unos minutos a tu madre.
-Isabel, fuera de mi pieza – Dije, elevando el tono de mi voz. – Sabes que no ere bienvenida aquí. Tengo cosas en las que pensar, vete de una vez, que me enferma tu presencia y no la toleraré ni un segundo más. - 

Claramente dolida, Isabel se levantó y, contrario a lo que yo hubiera podido esperar de mi frágil madre, me abofeteó duramente en la mejilla.


En ese momento, el sol murió tras las aguas oceánicas, una bandada de tordos inició su vuelo hacia las montañas y un silencio nocturno se apoderó de la casa y sus alrededores.


Isabel me gritó como si yo fuese una niña pequeña, una estúpida y una malcriada. Y en cierta forma, me hizo sentir como tal. Gritó y lloró la muy tonta hasta que mi padre entró, y la vio con lágrimas partiéndole el rostro: Me lanzó una mirada que heló hasta mis recuerdos más tibios, y se llevó a Isabel hasta su cuarto, el de los empapelados florales en el segundo piso.

Desde el momento en que sentí su fría mano, me dije que no la perdonaría nunca. Mi sangre se hallaba al rojo vivo, y mi corazón crujía tristemente.

No pude creer que mi padre me hubiese dedicado la misma mirada con la que encaró al asesino de mi hermano.


Ya era un hecho, no solo el impulso irrefrenable de una adolecente: Me fugaría esa noche. 

Ya no podía aguantar a Isabel que se ocultaba inocentemente en esta casa amarilla como si todo fuera un juego y ella una niña y todo fuera perfecto porque nada ni nadie es perfecto ni siquiera mi padre que sufrió mucho la muerte de Miguel cuando yo era una niña y tuve que ser adulta como mi padre que hizo su máximo esfuerzo por ser el mejor para nosotras pero no supo ver el dolor que Isabel plasmó en mi alma esa bruja me pudrió por dentro el alma y el corazón y quiso que yo fuese como ella y me ocultase en una casa que olía a muerte desde que Miguel no estuvo y llovía en la calle ese Agosto fúnebre que mi madre se negó a olvidar y me obligó a recordar y a orar por mi hermano que nunca recordé ni conocí y me hacía pasar semanas enteras enlutada sin ver el cielo pulcro y las nubes pulcras y el sol brillante que arañe mi piel hasta dejarme dorada y libre y nueva y viva sin más muertos que recordar ni casas en las que quedarme.

Me fugaría de una vez por todas, y dejaría atrás ese absurdo, ese intento de comedia que mi padre representaba para Isabel cada día desde hace años.


Sin darme cuenta, estaba llorando en mi cama, acurrucada en medio de la oscuridad reinante en La Boscosa, que era como un mundo aparte del pueblo. Podía sentir el aroma insípido de mis lágrimas y en la garganta el suave resentimiento producido por el llanto.

Me incorporé, e intenté vislumbrar entre las sombras mi velador, donde había dejado escondida la carta que habría de leer mi padre en cuanto me fuese. La así por un lado, y la coloqué delicadamente sobre mi cama. 
Si todo sale bien, pensé, esta será mi última noche en esta prisión amarilla.

Me armé con mi abrigo, mi mochila y la comida que había escondido en la tarde debajo de mi cama. Me calcé unas botas de cuero y coloqué dentro de mis calcetines todo el dinero que pude reunir en los dos meses en que concebía mi plan.

Abrí la ventana, y el frío de Julio me rodeó inclemente, me abrazó con fuerza, como si quisiera impedir que me marchase. Haciendo caso omiso a los insistentes esfuerzos de la brisa nocturna, salí al patio y comencé a abrirme paso hasta la entrada principal, situada al norte de La Boscosa.

De entre los árboles adormecidos, surgieron Aleksandr y Natasha, quienes me miraban extrañados. Les palpé la cabeza con suavidad, y pude sentir el calor que desprendía su pelaje. Quizás ellos me fuesen a extrañar mañana. Lo cierto era que yo si los extrañaría.

Hice un ademán para que ambos se marchasen de vuelta a su pequeña casita, y me acerqué al camino empedrado que serpenteaba entre los cipreses y alerces. Me volteé para observar la que fue mi prisión desde que tenía memoria. Deseé que Isabel odiase tanto a La Boscosa como lo hacía yo, para que sufriese todo lo que fuese posible hasta su muerte.


Me disponía a abandonar el jardín norte para salir a la calle, cuando mi padre apareció, envuelto en una bruma espectral.

-¿A dónde marchas, Sofía?
-Padre… Yo…
-Hija, por favor, no nos abandones.

Su voz revoloteó en la noche como el susurro del viento entre las hojas, y pude sentir su pena rasgando el espacio que había entre ambos. Nunca le había visto tan viejo.

Me recobré de la sorpresa, y mi voz ganó en seguridad y en autocontrol.

-¿Cómo está Isabel, padre?
-Descansando, recuperándose de la conmoción.
-Es mejor que me marche ahora. Supongo que Isabel no querrá verme de nuevo.

Mi padre guardó silencio. Podía oírse a lo lejos el tranquilo ulular de un búho y el triste criar de los grillos. Podía oírse con claridad el latir del corazón de mi padre.

-¿A dónde te marchas?
-Lejos de aquí. Quiero descubrir el mundo, padre. Ver los lugares que en tantos libros he soñado, pero que jamás he atisbado. No soporto verme encerrada en esta casa donde ni siquiera puedo disfrutar del cielo.
-Quédate, Sofía, por favor. Ya perdí a Miguel antes, no quiero perderte a ti.

En el rostro de mi padre afloró una lágrima, que se quedó pendiendo en su mejilla, brillando dorada en la oscuridad.

En un abrir y cerrar de ojos atravesé la distancia que nos separaba. Lo abracé con fuerza. Besé sus mejillas y le susurré al oído las plegarias que tantas veces había pensado en decirle, pero que en mi orgullo nunca mascullé; le agradecí su comprensión y su esfuerzo titánico por mantener unida a la familia, por intentar mantenerme feliz y por cuidar tanto de Isabel. Le rogué que protegiese a Isabel, y que le dijese que, pese a que la odiaba, también la quería mucho. Por último, le dije sinceramente que a él lo extrañaría más que a nadie.


Todo fue fugaz y efímero. La calidez y cercanía que vivencié con mi padre se desvaneció cuando di media vuelta y me acerqué al portón de salida. Cuando me vio desaparecer definitivamente en la oscuridad, cayó de mi padre la gota dorada, la única lágrima que habría de caer esa noche en todo el mundo.


Al día siguiente, el sol brillante habría de arañar mi piel hasta dejarme dorada y libre y nueva y viva, sin más muertos que recordar, ni casas en las que quedarme.



Autor: Felipe Guzmán B.

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