miércoles, 10 de febrero de 2016

Encuentro Cercano del Cochino Tipo

Contrario a lo que podría esperarse para alguien en mi situación, el miedo no me domina, y no hay indicios de que me tiemblen las rodillas. Estoy aterrado, pero a la vez jodidamente lúcido.
Como sea, tengo tiempo para inspeccionarlo, mientras se desliza sigilosamente a mi alrededor, observándome (si es que me ve), o deleitándose (si es que en algo me aprecia). Tengo la impresión de ser un frágil jugete al alcance de un perro furibundo. 
Desprende un olor aceitoso y helado que pronto satura mi nariz, y que me fuerza a prestarle atención a su figura fantasmagórica: su piel, tan blanca que parece enfermiza, se arremolina, contagiosa, en torno a sí misma, lisa y espasmódicamente protuberante a ratos; tiene una larga cola que actúa como su cuerpo, articulándose escamosamente como el de una cobra, delgada, firme y eróticamente correosa, la cual se parte en tres apéndices al final, de cada uno de los cuales surgen tres carnocidades gruesas, grotescas y fornidas, similares a dedos sin uñas, de un violeta sutil; de su inminente dorso cuelga una bolsa rellena de fibras tensadas con una rigidez tan humana que parece una pechuga, salvo por la ausencia oportuna de cualquier imitación retorcida de pezón o areola; su cabeza (debe ser su cabeza) tiene una forma ovalada, se sostiene en lo alto de su corporalidad como un penacho de cromo resplandeciente, y aparentemente más ligero de lo que su volumen pareciera indicar; al centro de su rostro pálido y metálico, una cuenca de vitriolo negro y refulgente, del cual salen despedidas burbujas de luz que producen un efecto narcótico y surreal si se las observa con detenimiento.
Creo que emite sonidos, o pareciera que lo hace, por una voz que chirría como taladro y susurra como cortina por detrás de mis orejas, formando armonías atonales que vibran en el tabique de mi nariz.
Al cabo de un rato parece decidirse a qué hacer conmigo, atenazando sus dedos a mis brazos y pierna izquierda, cerca de mi tobillo. Es ahí que me percato que estoy desnudo. Su tacto es frío, como la cadena de un columpio en invierno. Me ase con una facilidad escalofriante, y de un rincón que no alcanzo a vislumbrar oigo un ruidito mecánico. Luego, de un chasquido, un aparato, tal vez una sonda, se introduce por mi ano, y serpentea asquerosamente por mis intestinos, causándome no dolor, sino que una comezón parecida a la picadura de varios mosquitos, las cuales se extienden por dentro de mi sistema digestivo y excretor. Como podrán imaginar, la incomodidad es desgarradora. Luego de unos segundos, el artefacto violador empieza a aumentar de temperatura, y con el cambio térmico eyaculo de forma violenta. Para mi desagradable sorpresa, mi semen sale entremezclado con sangre, creo que algún órgano se me ha roto, no puedo saberlo con certeza, porque el alienígena (demonio, ángel, o lo que sea) empieza a administrarme sus burbujas de luz vía oral, adormilando mis sentidos.
Empiezan a venírseme recuerdos a la mente, pero de forma invasiva, sin ton ni son, al compás de lo que parece ser la estática de un televisor en algún recóndito lugar de mi consciencia. Las burbujas me dejan olvidar el terror, me hacen reír por la nariz, y de mis fosas disparo chispas verdes que me nublan la vista. Creo reconocer en el rostro del monstruo una sonrisa humana, con dientes, labios, lengua juguetona, y me acuerdo de Vicente. Su ojo negro se agranda, se expande, hasta que es de mayor tamaño que su cabeza. ¿Francisca?
Conjeturo que empiezo a perder la razón. Me doy cuenta de que, con este encuentro cercano del cochino tipo, he roto todo lo que me faltaba para despedirme de todo lo despedible. Dicho de otro modo, que ahora puedo decir adiós hasta a mi virginidad anal. ¿Les hace sentido?
Eyaculo una segunda vez, más sangre, menos esperma, un poco de orina esta vez. Le hago con las cejas un gesto de "hasta nunca" a la vida y a mi dignidad, y profiero un grito de muerte que se pierde en los recovecos de la nave espacial, dejando atrás la tierra.

Autor: Felipe Guzmán Bejarano

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