martes, 6 de octubre de 2015

Mi Querida Imposible

En mi vida he conocido gente terrible, con miradas de atentado y dedos de perversión. He conocido gente buena, con mentes enfocadas en la felicidad y esfuerzo en la acción. He conocido estatuas y lagartijas, arpías y querubines. He conocido a la muerte, he conocido al tiempo disfrazado de vagabundo, he conocido a la vida (si bien la he visto de lejos), pero nunca había visto a alguien como ella.
Esta niña me hizo querer abandonarlo todo, dejar de lado mis sueños y mis esperanzas, olvidar a mis amigos y a mi familia, mi nombre y mi voz, todo para sacarle una sonrisa, como si verla sonreír hubiera sido amanecer en mi invierno; o el asomar de sus dientes una especie de radiación contagiosa de alta densidad energética; o su risa nerviosa la sustancia de mis adicciones. Sus manos pequeñas eran capaces de sostener un mundo entero, y en ellas no cabía, sin embargo, ni la más mínima onza de viento. Lo mismo sucedía con su corazón: era una enorme mansión vacía, en la que no vivía nadie, salvo quizás ella misma. Pero eso no lo sabe nadie, ni yo, ni ella, ni su madre querida.
¿Cómo explicarla? Era un atado desigual y enredoso de cables y tuberías, mal engrasada y funcionando a duras penas, aunque nunca supe bien qué se suponía que era en realidad. Ella vivía envuelta en sí misma, torcida infinitamente sobre su eje, ubicado en su tercer ojo invisible. Pasaba los días perdiendo sangre, llorando por la boca y pateando la perra. Era un problema infinito, irresoluble, una serpiente mordiendo su cola y escupiendo vapores tóxicos. ¿Cómo llegué a amarla? Creo que me vi a mí mismo en sus alas malheridas, y puede que me gusten los desafíos y rompecabezas más de lo que me gustaría admitir.
Así que me puse manos a la obra, ni bien habiendo intercambiado dos o tres palabras con ella. Empecé por arrancarme la piel para dársela de abrigo, la alimenté luego con el fuego de mi carne. Le di de beber de mis lágrimas, de mi sudor, de mi bilis, saliva, semen y líquido cefalorraquídeo. Con mis huesos le hice dagas, flechas, herramientas, agujas, cucharas y pequeñas bombillas de longitudes varias. Con mi pensamiento le tejí un pequeño punto luminoso cerca de su rostro, encendiendo a su alrededor luciérnagas de papel y ligeras estrellas de arroz, para que no estuviera sola entre tanta oscuridad. Con los jirones de mi consciencia, mis sentimientos centelleantes, y los últimos trazos de mi alma, le di un manojo de poesía, cumplidos y besos en la nuca. Se lo dí todo.
Y ella, nada. 
O eso me gustaría decir. Abrió su mundo, su pequeño, limitado, ingenioso y críptico mundo, y me dejó entrar, cuando a nadie había dejado entrar antes. Pero lo hizo por un sentido de responsabilidad, por sentirse culpable de que me diera entero, por querer corresponder y reconocer mi sacrificio: Lo hizo sin sentirlo de verdad, sin que le brotara de la lengua como grito eufórico, ni que le manara de la estática cardíaca. Ni el corazón se le agitó, ni la mente se le atribuló, ni la voz le tembló. Me respondió como quien enfrenta un trámite. Por eso, todo lo que me dio fue una puñalada de vacío, un conjunto de acciones políticamente correctas sin intenciones sinceras detrás.
¿Cómo culparla? Ella no tenía por qué darme nada a cambio. ¿Cómo enojarme con ella? Si estaba tan perdida que no sabía por donde empezar con toda mi mismidad. Fui demasiado intenso, llegué a donde no fui llamado y ofrecí lo que no era necesitado. Sí, ella era un rompecabezas al que le faltaban piezas, pero pensando en retrospectiva, es ridículo que haya creído que las piezas de mí rompecabezas podían reemplazar las que había perdido. No se puede colocar piedra sobre agua y esperar que flote. ¿Cómo reprocharla? El error fue mío desde el inicio.
La verdadera mantícora de metal chirriante era yo, no esa figura de cristal empañado que confundí por una mujer esperando un compañero. Mis fantasías fueron las antagonistas de nuestra relación, y la realidad fue el punto final una vez terminada mi elucubración fantasmagórica y pseudo-altruista. Nunca hubo un nosotros. Fuimos ella y yo, por separado, juntos, y sin tocarnos de verdad. 
No fue ella la imposible. El imposible fui yo.

Autor: Felipe Guzmán Bejarano

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