lunes, 1 de junio de 2015

Pasión de Apóstol

"Es el sol lo que hace al mundo girar", me dijo en esa ocasión. No entendía yo, ni las leyes de la gravedad, ni la gravedad de sus palabras, envueltas siempre en ese vapor misterioso que exhalaba entre cigarro y cigarro. Yo quería zurcir las llagas del mundo, destronar la miseria, regenerar la capa de ozono, y él me hablaba de no sé qué propiedades físicas del sistema solar, haciendo gala de lo que aprendió en sus viajes y conversaciones con eminencias de la ciencia. Parsimoniosamente me peroraba, ignorando que las lágrimas me iban a brotar.

Estuvimos varios minutos así, frente a nuestra madre falleciendo de vejez. Digo madre, pero era en realidad nuestra abuela, única pariente viva que nos quedaba, quien nos cuidara luego de la muerte de nuestros padres, nos abrigara en los inviernos, y nos inculcara desde siempre la cualidad de la observación y el respeto.

Mi hermano estaba triste, y como no sabía enfrentar la pronta partida de nuestra madre era que hablaba y hablaba sin parar sobre lo primero que se viniera a la mente. "Y mientras mayor la masa, el peso de cada cosa, mayor la atracción que ejerce". Nuestra madre sí que era un peso a ser considerado, con la fuerza con que nuestros pensamientos y corazones la rondaban día y noche, por amor tanto que le debíamos y le dábamos en los gestos pequeños de lo cotidiano.

Entonces se estaba muriendo, y mi hermano, en una suerte de letanía, repetía sus mantras científicos, como si quisiera acallar la realidad que se develaba ante nosotros. Habíamos perdido a nuestros padres, pero fue a tan temprana edad, y tanto el cariño de nuestra madre, que nunca conocimos el vacío de la muerte. Ese día íbamos a conocer la sombra grande, y cada uno de nosotros partiría después a su propio horizonte: No podríamos soportar la presencia del otro sin recordar a tan anciana mujer.

Recorrí nuestra ciudad, siguiendo un sendero invisible a los ojos, luego de enterrarla en el Cementerio General. Me senté con pordioseros, alimenté palomas, enjuagué mi ropa en callejones con botellas de agua. Bebí, mané desconcierto, increpé a desconocidos, lloré en hombros de una amiga. Pasadas varias horas, regresé al cementerio con más flores. Desde esa tarde, no supe más de mi hermano.

Varios meses después, algo más asimilado el fin de la vida de mi madre, empecé a cantar en plazas, conversé con almas en pena, y empecé a sanar a los heridos de corazón. Mi abuela habría de vivir por medio de mis acciones, y yo repetiría sus prodigios como si fuera apóstol de esa Cristo femenina.

Autor: Felipe Guzmán Bejarano

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