jueves, 9 de agosto de 2012

Muerto de Miedo

Primero vio el pelo, corto y oscuro, ondulado, como serpientes mortíferas que se sacudían contra su cuello blanco. La reconoció de inmediato, y su primera reacción fue voltear rápidamente su rostro, para que ella no pudiera verlo. Se escondió en silencio detrás de las personas que llenaban ese vagón de metro, y cuidadosamente, la miró, aparentando calma, como si estuviera con la mirada perdida, al igual que todos a su alrededor. Solo cuando volvió a levantar la vista se dio cuenta de que ella ya lo había visto, con esos ojos hipnóticos que tanto lo aterraban, como si ella fuera un depredador y él una presa inmovilizada.

Pero ella ya no lo miraba, le daba la espalda, fingiendo a su vez estar preocupada por sus asuntos. Pudo verla perfectamente. Ahora vestía distinto, pero pudo reconocer el mismo perfil afilado, la misma piel delicada que tanto lo espantó en el pasado. Se fijó en su pantalón, corto como minifalda y del mismo material que los bluejeans, que combinaba con unas pantys negras y ajustadas, brumosas, que le daban a sus piernas un aspecto irreal. Usaba tacones, no muy altos, de color negro también. Una blusa oscura, color ciruela, envolvía su cuerpo, más delgado de lo que recordaba. Su siniestra silueta destacaba entre la muchedumbre a su alrededor.

Asustado como estaba, no supo cómo reaccionar. Muchas veces se había puesto en el mismo escenario, y siempre llegaba a la misma conclusión, después de desvelarse semanas enteras, devorándose la mente ante la posibilidad de encontrarla de nuevo. 'No sabría como reaccionar', dedujo. Y ahí estaba, de pie, con ella al alcance de la mano, para resolver el asunto de una vez por todas, para entender porqué lo abandonó, porqué lo traicionó de la forma en que lo hizo. Pero él, con el poco de inocencia que ella no alcanzó a matar,  estaba petrificado, el corazón le latía tan deprisa que había dejado de latirle, congelando su mente atribulada. 

Con una pequeña exhalación se percató que el tren estaba deteniendo su marcha, aminoraba su velocidad, mientras se aproximaba a la estación terminal, donde todos tendrían que bajarse. Sin tiempo para pensar o para sentir, hecho un manojo de nervios, con el pelo crispado y la expresión falsamente impávida, quiso acercársele, romper ese silencio de años que tanto había mermado su vida, destruir esa pesadilla ensombrecida que por tantos rincones le había perseguido. Pero se quedó quieto, respirando apenas con una inaudible plegaria en los labios, mientras la veía alejarse por la puerta abierta. Cuando salió del vagón, no pudo verla más. 

En un impulso irrefrenable, él se lanzó a buscarla, intentando no pasar a llevar a las personas a su alrededor. Apoyó su mano contra las puertas del tren, y asomó su cabeza afuera de éste. Una multitud de personas se hallaban en la estación, bañadas por el atardecer como si una ola humana desembocara en la playa del andén. Buscó a Francisca con la mirada, la persiguió en la mente, y sintió desinflarse su corazón cuando, perplejo, se dio cuenta de que ella ya no estaba allí.

Autor: Felipe Guzmán Bejarano

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