martes, 18 de febrero de 2014

El músico frustrado

Solía escribir canciones, pensando en grabar un disco, quizás un día en el futuro. Su sueño más grande era que su música pudiera llenar la vida de una persona en algún rincón del mundo. Pero nunca le gustó lo que hacía, no lograba encontrar melodías bonitas, ni frases inspiradoras. A pesar de que lo intentaba con todas sus fuerzas, no conseguía alcanzar un orgasmo al final de alguna de sus creaciones. 

Cuando escuchaba a sus artistas favoritos, su mente volaba más allá de las fronteras humanas, se elevaba por encima del séptimo cielo, por sobre las nubes de un anaranjado metálico y de un azul de ensueño. Al final de cada canción, sentía esa desepción de un pájaro que se sabe dentro de una jaula, al cual sólo le quedan unos cuantos gorjeos para recordar a duras penas el sabor de la libertad. Cuando empezaba una nueva canción, la jaula desaparecía, y un cosquilleo en lo más hondo del alma lo llevaba al paraiso por unos intensos segundos. 

Después de horas recostado en su sillón, tras atisbar el verdadero rostro del placer, corría frenético a su piano, intentando despertar con sus dedos al monstruo que, él creía saber, habitaba en su interior. Sin embargo, su corazón solo era capaz de desepcionarse cuando, en lugar de un titán de emociones y sonido, solo un flato y un gas de mal olor salían de las teclas desgastadas. 

Él lloró, muchas veces lo hizo. Otras veces salía corriendo, desnudo, como un animal delirante, presa de una rabia y una frustración de orden superior, casi demoniacas y divinas. Un día, incluso, lleno de furia, siguió aporreando las teclas hasta dejar manchas rojas en las superficies de marfil, para luego destrozar una lámpara, un espejo, y las ventanas de su habitación con el palo de una escoba y sus puños. Los fantasmas de su pasado y los gigantes de su ya triste futuro lo hundían después de estos episodios, y se sentía llevar con fuerza por la corriente que sus propias lágrimas generaban. Pasaba horas sin respirar, ahogado, en un estado entre el sueño y la inconsciencia absoluta, hasta que la luz de la mañana lo despertaba, con gentileza dirían algunos, pero con crueldad para el pobre desdichado. 

Así vivió mucho tiempo, hasta que una tarde verde, sin darse cuenta, la muerte se lo llevó en silencio. En ese momento sonrió, o eso dicen las malas lenguas, cuando la tortura de su infinita soledad acababa de una vez por todas. Pero la verdad es que él estaba bien muerto, años antes de que su cuerpo desapareciera esa tarde verde de primavera.

Autor: Felipe Guzmán Bejarano

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