lunes, 13 de mayo de 2013

Sombra a las tres de la tarde

Hacía frío ese día. Las nubes cubrían el cielo con una capa grisácea y uniforme, y el viento recorría incesante los callejones de la ciudad, ahuyentando a todos quienes se atrevieran a abandonar sus casas.
Envuelta en la luz que tenuemente inundaba su habitación, Beatriz se colocó un cigarro en la boca y lo prendió con el encendedor que había comprado la semana anterior. Pronto se halló sumergida en una cortina de humo que ocultaba las heridas de sus muñecas y que no le permitía ver las farolas en la calle bajo su ventana. No dejaba de asombrarse por su falta de asombro ante la vida, su sumisión ante los golpes de su marido, su incapacidad para negarse a las torturas retorcidas y cotidianas de Román. Beatriz sentía repulsión hacia Román, pero mayor era la repulsión que se tenía a si misma.
Ella fumaba compulsivamente, comía poco, y solía vestirse sólo para tapar su piel magullada. Rara vez sonreía y miraba a las parejas que caminaban por la calle con una mezcla de desprecio y envidia. No soportaba ver cómo andaban alegremente por las veredas, menos aún los cortejos amorosos de esos hombres tan despiadados que solo buscaban una forma de destrozar la vida de esas mujeres, condenadas a la miseria del juego circular del engaño. Ella se lamentaba por todas ellas, porque no sabían de la soledad futura y se juraban dichosas. "Pobres ilusas" solía decir para sus adentros.
Beatriz buscó con la mirada la torre del reloj, un edificio que sobresalía por entre los techos mojados con un característico resplandor de ladrillo rojizo. Las tres de la tarde.
Se pasea con nerviosismo en torno a la mesa del comedor, se siente perseguida por el fantasma de sus recuerdos. "Oh, cómo insistes en joderme el día" masculla. "¡Oh, vete, solo quieres destruirme, romperme y quebrarme! ¡Vete!". Y obediente como siempre, el fantasma se retiraba a algún rincón oscuro de su mente, esperando por un momento de mayor debilidad. Beatriz continúa su paseo sin rumbo dentro de la casa, buscando alguna distracción, con tal de no reconocer ese deseo de escapar de Román, de gritarle a Román, de quemar, de matar a Román.
Cuando despertó de la sombra, desorientada, reconoció su casa en un estado lamentable, fragmentos de cristal y cerámica repartidos sin ton ni son por toda la habitación matrimonial. Beatriz empezó a limpiar, maldiciendo a regañadientes "puta madre" cada vez que sentía el tacto helado de lo que había sido un jarrón o un vaso. "Cada día quedan menos platos en esta casa, tendré que salir a comprar", se dijo a si misma. "Pero no hoy". No se atrevió entonces a salir de su casa, porque ella sabía que si salía en un día tan oscuro como ese, sabía, y lo sabía bien, no volvería.
Su mente divagaba entre el pensamiento mecánico de quien limpia los desastres de una familia resquebrajada y la demencia de los condenados a una muerte lenta y terrible. ¿Cuántos años llevaba ya de agonía? Beatriz no lo sabía, había perdido la cuenta después de las primeras golpizas y violaciones. "Ay, Román, mi dulce Román, ¿a donde te fuiste? ¿Por qué me dejaste con ese hombre sin piel ni nombre que insiste en que es Román? ¿Cuando volverás por mi?"
En el momento en que formuló esa pregunta, se pudo escuchar el sonido de unas llaves abriendo la puerta principal. Beatriz sintió una bala en su corazón y un eclipse en su pensamiento. Román había vuelto.

Autor: Felipe Guzmán Bejarano

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