miércoles, 8 de mayo de 2013

Caoba


Una alarma natural, a causa de los gritos coléricos de los habitantes de la vieja casona me despierta en la alteración del latido de mi corazón cansado de tanta sorpresa, de tanto pánico. Salgo de la cama y me cubro con una bata para no exaltar a las tías viejas, puritanas pero a la vez tan falocéntricas, que entre cahuines y cuchicheo desnudan a todos los asistentes a la gran mesa de la residencia. Se espantan, se calientan, sueñan con que una noche un residente, de los mas jovencitos, recién llegados de rincones desesperanzados de esta tierra, se metan en sus camas, y como perros salvajes se las culeen sin pedir permiso, sin saludar. Que las hagan sentirse deseadas, que les toquen las tetas hasta hacerlas sentirse mujeres, mujeres en su expresión prototípica, y no las viejas beatificadas y de aspecto asexuado e inhumano en que las han convertido los años, privándolas de su cabello, de su feminidad al dejar sus pechos ceder al grado de perder su aspecto protuberante que tantos años atrás las llenaba de pretendientes.
Bajé la escalera como descendiendo a un peor infierno dentro de pesadillas de Alighieri, el grito de hierro de aquella vieja tetera testigo de incontables infusiones y conversaciones mal intencionadas da un aspecto mas tétrico al infernal panorama matutino. Preparo Té negro que con su ardiente vapor hace arder mis ojos, me despierta con su dolor, como cientos de alfileres clavándose en mis pupilas y procuro a sentarme en esa inmensa mesa de madera, caoba.
La silla rechina en su alarido, dejo sobre la mesa la taza ardiente que quema mis dedos muertos, los despierta de su sueño criogénico causado por el frió de la gran casa.
La dueña ya esta vieja, carece de fuerza como para cargar leña, su enviudez la ha dejado sin un compañero respectivo para que la ayude en dicha tarea y con un rostro miserable, enormes ojeras bajo sus ojos, de una mujer que lloro demasiado para generar tal hinchazón, o tal vez no lo suficiente como para cargar bajo sus ojos la acumulación de lagrimas pendientes esperando una fecha importante. De negro tiñó sus vestidos, su bata, su camisón de dormir y probablemente hasta sus calzones que ocultan la reseca ausencia de un amante.
La señora Prudencia a pesar de sentarse a diario a desayunar con los inquilinos cada mañana, come poco, tal vez nada, nadie le ha prestado atención a tal detalle pues la ultima vez que le dirigió la palabra a cada quien fue el día de su llegada a la residencial. A quien a veces habla es a mi, aunque siempre en privado y en un base al susurro y cuchicheo, quien como una epifanía se dirige a mi de manera ocasional, cuando la situación lo requiere en su gravedad.
La miro de reojo desde mi asiento, ella sentada en la cabecera de la mesa como siempre, dando a entender quien es la dueña del lugar, quien impone su ley divina bajo las cuatro paredes de madera que poco impiden el paso de los vientos punzantes del invierno. Se nota inquieta, perturbada, con la mirada perdida y un rostro palidecido, algo la perturba, y sé que luego en la cocina, cuando me dirija a lavar mi taza, me lo mencionara al oído.
Autor: Fernando Hormazabal

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