domingo, 14 de julio de 2013

Los años tristes

Todas las noches, antes de irse a dormir, Felipe recordaba a Sofía como fuera ésta años atrás: Una joven fuerte y valiente, de pecas marcadas a fuego en su tez de cristal y papel de novela. Habían pasado dos décadas ya desde que la despidió a la salida de su casa, entre los árboles que adornaban ese recuerdo tan triste. "Quiero descubrir el mundo, padre" le había dicho, antes de desaparecer de su vida.
Isabel, la esposa de Felipe, jamás se recuperó del vacío que la partida de Sofía dejó tras de sí. Se pasaba tardes enteras escribiendo cartas en la biblioteca de la casa, las cuales siempre sellaba con mucho cuidado, anotando la fecha de cada una en la esquina superior izquierda, esperando el día en que Sofía regresara y fuera capaz de leerlas. Isabel llevaba años poniendo en la mesa tres platos, con sus cubiertos correspondientes, pese a que vivía sola con su marido. Felipe prefería ignorar este hecho, hablar de su hija era tabú.
Sofía era la herida más dolorosa en la memoria de ambos, junto con la muerte de Miguel, el primogénito de la pareja. Felipe podía hablar con Isabel sobre Miguel, de cierta forma pudieron superar la tragedia gracias a la presencia de su hermana menor. Pero sobre Sofía, las cosas eran distintas: su nombre nunca más fue mencionado; corrieron las cortinas de su pieza y ésta quedó cerrada bajo llave, nadie volvió a entrar en ella, ni a ver su interior; desaparecieron sus fotos entre las cenizas de la chimenea, excepto por una que Felipe guardó siempre dentro del estuche de su violín, la cual se salvó de la inquisición. Al igual que su marido, Isabel escondió dentro del estuche de su corazón una emoción que la consumiría hasta devorar el último trazo de color en su cabellera castaña.
La mesa con tres platos era la única forma que tenía la pareja de mantener vivo el lazo que los unía en medio de la soledad de la gran casa: era la promesa de no olvidar jamás, con la conveniencia de poder olvidarlo en el curso de la cotidianidad.
Tanto Felipe como Isabel eran de vidas rutinarias. Podían pasar meses enteros siguiendo pautas llenas de actos vacíos y sin sentido, sin sentir apenas el paso del tiempo. Felipe estudiaba mapas antiguos, leía libros en ruso y compraba todos los miércoles carne en el mercado; paseaba por los extensos jardines de su casa, "La boscosa", se sentaba a conversar con las estatuas que se esparcían por su hogar. Isabel cocinaba y lavaba la ropa, planchaba y limpiaba los innumerables escondrijos de la casa; escribía cartas sin destinatario ni remitente, tejía en la cama a la luz de una vela. A Felipe lo movía el amor hacia cada pequeña cosa que había por esta tierra. Podía soportar la rutina bien, porque mientras pudiera asombrarse del viento costero y de las luciérnagas, sería capaz de distraerse del peso en sus ojeras y del fantasma de Sofía. Por su parte, a Isabel la movía una ansiedad terrible Despertaba siempre con el estómago comprimido contra sus costillas y necesitaba ordenar las cosas para aligerar su pecho destrozado; escribía las cartas como otra forma de desahogarse.
La pareja no conversaba, habían aprendido a comunicarse telepáticamente desde el día en que se conocieron, y desde que vivían solos perdieron toda capacidad de pronunciar palabra alguna. Felipe sabía de la pesadilla que habitaba en el corazón de Isabel, pero mientras ella no fuera capaz de aplacar la muerte que rondaba sus pensamientos, él no podría hacer mucho para ayudarla. Felipe era un hombre de costumbres, y nunca se le pasó por la cabeza salir con su señora fuera de "La boscosa", que parecía más un ataúd amarillo antes que una casa. Para él, la novedad no existía más que en su eterno descubrir de los colores de los árboles al atardecer.
Isabel murió un día, cuando el último mechón de su pelo encaneció. Ella había sentido esa mañana un galopar a lo lejos, y supo que su hora estaba cerca. Bajó a la biblioteca enfundada en su camisón de dormir celeste, tomó todas las cartas que había escrito, y las colocó dentro de un baúl, el cual fue bautizado con tinta en la punta de su dedo como "S". Una vez hecho esto, Isabel se desnudó. Caminó en dirección a la estatua del pequeño serafín que reposaba sobre la tumba de Miguel, y se sentó con los ojos cerrados. Pensó en su hija y en cuanto deseaba verla una última vez. En sus recuerdos, el rostro de Sofía se le apareció, y como si repentinamente hubiera alcanzado la iluminación, sintió su espíritu hervir de vitalidad, volando más allá del sol del mediodía, hacia un astro más brillante y más dorado, capaz de purificar el tiempo y el espacio mismo en que ella había vivido.
Fue en ese éxtasis, que Isabel dio su último suspiro.
Felipe supo al instante lo que sucedía, y alcanzó a ver por la ventana del segundo piso cómo su esposa desaparecía de este mundo para dejar tras de sí una rosa a los pies del ángel de mármol.



Autor: Felipe Guzmán Bejarano

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