martes, 16 de octubre de 2012

Llueve Otra Vez

Camino por las calles atestadas de tabaco, ruido y gente, mientras me encierro en mí mismo con un par de audífonos blancos. Con la mochila en la espalda, avanzo con frío en dirección al metro mientras me fundo con los desconocidos que, conmigo, van de vuelta a sus hogares. Doblo la esquina junto a una ferretería, y un viento helado me golpea con fuerza. Me coloco el gorro de mi chaqueta y lo afirmo con mi mano enguantada. Algunas personas a mi alrededor levantan los hombros, acurrucando sus cabezas para que no se les enfríe el cuello, mientras que otras se colocan firmemente sus bufandas, algunas de colores, aferrándose con pavor a su tejido liviano y abrigador.

Caminamos todos, como las piezas de una mecanismo perfecto e insensible, pero soy el primero y el único en verlo. Nadie se ha dado cuenta, o quizás no quieren darse cuenta, pero apoyado contra una pared hay un hombre con una barba inmensa, sucia y canosa, con la ropa raída por el sol y la soledad, con la cara surcada por el hambre y el polvo, con la mano sujetando débilmente un tacho ennegrecido, mientras se sienta sobre un colchón, con la mirada perdida en el público que lo ignora, con la esperanza desparramada en ese rincón suyo, por el que nadie camina y al que nadie se acerca. El mundo entero le tiene asco, todos se avergüenzan de él, todos lo ignoran cuando ruega, por Dios, una moneda para comer, una mone'ita pa' comer, una moneda que es una señal de bondad que el mundo prefiere no dar.
Me detengo con el corazón encogido y el alma en llanto. He visto a gente en la calle cientos de veces antes, pero, a diferencia del resto de los Santiaguinos, no he podido acostumbrarme a su presencia dolorosa. Yo pienso que cuando nadie te escucha y cuando todos fingen no verte, es como si no existieras, es como estar muerto. Da lo mismo qué tan solo te sientas, da lo mismo cuántos sueños tengas en tu mente, da lo mismo a cuántas mujeres hayas amado ni a cuántos amigos les hayas sonreído, para el mundo tu ya no sirves, tu ya no vives, tu ya no estás. Cada vez que me cruzo con alguien así, no me atrevo a sostenerle la mirada, me siento tan estúpido, me siento tan pequeño, me siento desvalido ante su desamparo. Un día, el se irá, y nadie llorará su muerte, nadie lo sentirá en falta. Pero yo me prometí, hace años atrás, recordarlo a él, y a tantos otros que hoy no están.

Reviso en mis bolsillos, busco desesperadamente por monedas que darle, pero no encuentro. Sin lamentarme abro mi billetera y saco un billete de mil pesos, el único que me queda. Me acerco en silencio ante él, y con toda la lástima y sencillez que puedo le paso el papel. Incrédulo me mira, y me da las gracias con profundidad en la voz. Yo le digo secamente que se cuide mucho y reanudo mi camino, pero por dentro voy rogándole a Dios como un pordiosero que lo proteja, que lo cuide del frío, que lo salve del hambre, que lo perdone del olvido al que lo hemos confinado todos. Mientras bajo por las escaleras del metro y me vuelvo nuevamente uno más entre tanto hombre y mujer que llenan la estación, me prometo que en el futuro, cuando tenga un trabajo y una casa, acogeré a todas las personas que encuentre en la miseria. Les invitaré con el cariño que no he sabido dar hasta ahora a tomar una ducha caliente, les regalaré ropa, les daré un plato de comida humeante y apetitoso, los trataré como las personas que son, hablaré con ellos, y les daré dinero, dándoles la segunda oportunidad que el mundo les ha negado.
Había llovido la noche anterior, había hecho un frío de muerte y de olvido. 
Salgo de nuevo a la superficie, la tristeza de sus ojos en mis ojos. Las primeras gotas caen del cielo, y no he podido olvidarlo. 
Llueve otra vez, y Santiago se enluta con el sol que se marcha.

Autor: Felipe Guzmán B.

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